Era imposible imaginar un juguete mas completo. Todos los juegos de mesa juntos en una caja llena de cosas maravillosas... y absurdas.
Ya el niño sonriente y siniestro de la tapa parecía advertirnos del sin fin de diversiones que nos esperaban dentro, no sin darnos cierto repelús.
Había varios modelos con diferente número de juegos y para todo tipo de economías.
Desde cajas de 25 juegos para familias mas humildes hasta de 65 para esa otra gente.
¡65 juegos! ¿Para qué tanto? No conozco a nadie que haya jugado a mas de tres: el Parchís, la Oca y los mas atrevidos el Backgammon.
Porque reconozcámoslo, jamás nadie se leyó las instrucciones del resto de los juegos.
Preferíamos inventarnos las reglas e incluso prescindir de los tableros de cartón endeble.
Lo que de verdad molaban eran los pequeños estuches de plástico donde se guardaban las diferentes fichas, dados y objetos raros.
Las tapas de cada estuche eran como de radiografía y mas de uno descubrió con ellas una afición a abrir puertas de casas ajenas.
Podías encontrar unos palitos grises de extraña utilidad, una peonza con números cabalísticos y una ruleta de casino con una bolita de acero, que desaparecía al segundo día y ya no se podía jugar.
Pero las estrellas absolutas de la caja, eran los ratones de colores. Venían seis. ¿Como se jugaba con ellos? Nunca se supo y nunca se sabrá. Porque aunque conseguí hace poco en el Rastro una caja intacta, me niego a leer las instrucciones.
No por pereza, sino para mantener guardado para siempre el misterio de los roedores de plástico.
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